Un bello texto de mi gran amigo Felipe (@santobar8) sobre mi pelo.
Me gustó mucho.
"Mariela se miró
al espejo del baño antes de gritar desde su boca a su estómago. Detrás de su
oreja crecía pelo en partes donde no debía crecer. Al menos nadie podía notar
jamás esos mechones descoloridos que, tras mayor examinación, contrastaban
enormemente con su color natural. Tampoco que su color natural fuera,
precisamente, natural. Se había estado tiñendo de ya hace casi diez años,
tratando de ocultar alguna normalidad que la mezclara entre sus compañeras de
colegio; cada colegio en el cual encontraba un nuevo asiento y una nueva
pasajera amistad. Se dio vuelta la oreja para identificar las raíces de los
nuevos mechones cuasi-rubios (como se le ocurrió llamarlos en el momento), pero
parecían mezclarse en una ilusión óptica con las raíces de su real pelo y con
cada paseo de sus cortos dedos, la piel comía más evidencia del origen de su
nuevo malestar. Como si las raíces estuvieran unidas a sus propios intestinos,
ya sea por finas y largas redes nerviosas o por simple conectividad telepática,
cada tirón de pelo le provocaba una náusea que le traía imágenes de úteros y
ovarios en proceso de descomposición. “No puedo seguir así esta mañana” se
decía mientras sacaba sus manos del desastre tras su cabeza. “Me ocultaré el
mechón y nadie tiene por qué andar preguntando sobre mi pelo. Nadie tiene razón
para indagar sobre mi propio pelo, nacido y criado por mí, alimentado desde su
propia concepción hasta el día en que me muera.” Se vistió y ensayó sus saludos
cotidianos a sus compañeros de trabajo y dejó su habitación a medio desordenar,
temiendo que estaría helada cuando llegara de la oficina.
La puerta se
abrió y Mariela estuvo a punto de caer al suelo. Había tenido un día tan
normal, tan lleno de las mismas tareas y actitudes en el trabajo que, al
volver, el frío de la habitación se había mezclado con el pensamiento constante
de sus nuevos mechones de pelo cuasi-rubio que atacaban, segundo a segundo, su
imagen y personalidad. La náusea no paraba y Mariela corrió al baño a punto de
vomitar, pero sin tener nada que botar al lavamanos. Mientras veía la saliva
que aún caía de su boca, pequeños hilos rubios aparecieron arrastrándose por la
loza hacia el desagüe. “Esto no puede ser” pensaba. Los hilos se hacían
mechones y los mechones comenzaban a formar una peluca que carecía de control.
“¡Basta! ¡Córtenla!” gritaba al tomar en sus manos ese pelo que crecía desde
detrás de sus orejas, pasando por debajo de su rostro y delante de sus hombros,
como serpientes de una sangre amarilla, parecidas a un pus que no dejaba de brotar.
“Estoy enferma. Y mi propia enfermedad me va a llevar a algún otro destino. A
alguna otra habitación”. En un momento de calma, creyó percibir una actitud en
sus mechones. Ahí estaban mirándola, esperando alguna orden. ¿De ella? No
estaba segura. Sentía su pelo aún como parte de su propiedad biológica, pero
estos nuevos eventos abrían la posibilidad a la existencia de alguien más en el
manejo de su cuerpo y de sus acciones. Tal vez había alguien más ahí tratando
de hacerla reaccionar a algún estímulo. “No, estoy enferma. Eso es todo. Estoy
enferma y mi pelo es una reacción a mi enfermedad de puta”. No le quedó
entonces más que acostarse cuando los mechones calmaron su baile, pero incluso
entre las almohadas y las delgadas sábanas, algunos pelos ya no tan rubios se
movían. A Mariela le costó dormir esa noche.
Ya había pasado
una semana y la situación no mejoraba. Los mechones cuasi-rubios seguían ahí,
invadiendo su espacio, su cuerpo y sus pensamientos. Ya habían sido asimilados
como parte suya, una parte que, para bien o para mal, estaría ahí hasta que,
por medio de un ataque de nervios, o un accidente fortuito, fueran incinerados
hasta las raíces. A dos semanas ya no daban signos de irse y comenzaban a
bailar entonando el mismo ritmo que el resto de su cuerpo. Al mes, el proceso
de locura ya había acabado y el cuestionamiento se había apagado junto con el
color natural de su propio pelo en los ya no tan nuevos mechones. A veces, en
la soledad de su habitación, le planteaba sus problemas y dudas. Solo con una
mirada al principio, a riesgo de ella misma no aparecer como loca, pero luego
agarrando la confianza necesaria de que, aún así, se terminaría hablando a ella
misma de todas maneras, por lo cual de nada servía callar el sonido de sus
confesiones.
Sus mechones ya no eran un acompañante, sino que ella misma.
Entendía una cierta dualidad con ese pelo de otro color. Podía sentir cómo ella
misma podía existir en otro nivel de conciencia en cada una de las hebras de
ese mechón, así como una individua única llamada Mariela. Tal vez cada pelo
necesitaba un nombre para poder sobrevivir, al igual que ella. Una historia, un
origen. Pero su origen, por más que buscaba, era su propia piel. Sus raíces no
podían ser más que ella misma. Se sintió responsable entonces de su pelo y lo
incitó a no esconderse, a no reprimirlo de quien pudiera decir algo contra él,
incluso ella. Comenzó entonces la relación entre Mariela y sus mechones
cuasi-rubios, una familia compuesta de una sola persona y sus distintas formas.
Con la apreciación de su nuevo integrante, Mariela comenzó a dar importancia a
todas sus otras formas; sus manos, pies, caderas, cabeza, brazos, cuello,
orejas y cualquier compuesto de su cuerpo y cada vez que notaba uno de ellos
por primera vez, agradecía a sus mechones por la oportunidad que le dieron de
hacerse perceptora de su propia existencia. Los mechones siguieron ahí,
bailando al ritmo de Mariela, a su paso y a su respiro, por un par de meses más
y ya nadie peleaba por usar la cama.
Casi un año pasó
y Mariela despertó adolorida. Le dolía el mismo lugar que casi un año atrás.
Ese punto detrás de la oreja. “Mis mechones. Mis mechones” murmuró mientras
corrió al espejo del baño. Ahí estaba los mechones cuasi-rubios. Se habían
acostumbrado a ser importantes en el todo del cuerpo, a mandar sobre las
decisiones de la conciencia de Mariela, a dictar qué valía y qué no al punto de
manejar el paso de su contenedor. Los mechones querían irse. Jalaban de sus
raíces por detrás de la oreja. Mariela los tomaba, uno por uno tratado de
devolverlos a su lugar, pero ya no existía ritmo en ese baile. Su pelo ya era
distinto y se sabía distinto y quería liberarse. No ser más condenado al mismo
ritmo que el resto de su cuerpo al cual ayudó a criar. Mariela les gritaba.
“¡Vuelvan! ¡Deténganse y vuelvan!”, pero los mechones ya no escuchaban y
tiraban cada vez más fuerte, arrancando piel y brotando la sangre que algún
momento los acobijó. Uno a uno los pelos jalaban, poniéndose de acuerdo hasta
que todos jalaron al unísono, como un grupo de prisioneros derribando una
muralla invisible. Ya el dolor no le importaba, al menos no el dolor físico. Su
cuerpo que aprendió a querer quería liberarse de una maldición que Mariela
nunca tuvo intención de designar. “¿Por qué quieren escaparse de mí? Soy su
madre, su hermana. ¡Soy mi propio hogar!” Pero los mechones seguían sin
escuchar. Jalaron tan fuerte y Mariela resistió tanto que una pelea se formó en
poco tiempo. Los mechones no encontraron otra manera más que responder y
crecieron rápidamente, la envolvieron y la asfixiaron. Mariela, sin poder
respirar, los soltó y ese pelo cuasi-rubio se alejó, se limpió las raíces con
restos de su antiguo cuerpo y salió por la ventana. Mariela quedó ahí, sin
dolor y con un vacío más en su cuerpo. Sin mechones y de vuelta a su color
natural, el cual ya no hacía gracia con su forma. Estaba no en un completo vacío,
sino que descompuesta. Ahora pesaba menos y su paso hacia la cama necesitó de una
fuerza distinta a la que se había acostumbrado. Los mechones no volvieron y
Mariela volvió al día siguiente a trabajar, con náuseas."
Felipe Tobar.

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