Era un camino extraño, iba sola, habitualmente
no me hubiese detenido a reparar que, en efecto, el sonido del viento había
cambiado. Me apuré en busca de una
respuesta, dicen que si te quedas en casa entonces nada cambia, que nadie
traerá hacia ti todo aquello de lo que careces. Me quedé pensando en eso. Era otoño.
Las hojas se pegaban en mis zapatos y mientras todos presos del frío habitaban diversos
medios de transporte se me ocurrió continuar a pie, recordaba mi taza de té, no
me la tomé, recordaba la noticia.
Cuando recibes una noticia de esas que impactan no hablas, te sumerges en ti y es así como había vivido estos últimos treinta años, sumergida.
Cuando recibes una noticia de esas que impactan no hablas, te sumerges en ti y es así como había vivido estos últimos treinta años, sumergida.
Tenía unos ojos preciosos del café de la
coca cola, su pelo caía con tal delicadeza que los ángeles hubiesen sufrido
envidia terrible, lo contemplé un instante mientras me hablaba de algo que
jamás sabré qué fue, me limitaba a responder esquemáticamente con un sí o un
no, no lo notó, preso de su ego que lo hacía lucir aún más hermoso, cada que
cerraba los ojos se dibujaban suaves líneas en sus contornos, sitio donde pude
haber nadado hasta morir partida por un rayo en un momento inesperado.
Me invitó a su departamento, era temprano,
algo de que tenía que mostrarme no sé qué, insisto, no participé en lo absoluto
del diálogo, llevaba un bolso gigante y caminaba con cierta gracia, el suelo me
parecía buen sitio para fijar la mirada mientras mis manos se humedecían.
Nunca amé tanto a nadie, sonaba esa canción
y lloraba, entraba mi madre a preguntar qué pasaba, nada, le mentí, como siempre.
Tenía un par de cartas escritas con su propia mano, letra divina, lo más lindo
que vi. Hace cuatro años recibí la última, se iba, se iba por siempre. Supe que
conoció a otra mujer, yo no conocí a nadie nunca más. En las tardes mi té se enfría, el café me produce taquicardias
dignas de infarto, sé que ningún abrazo será como su último abrazo, ninguna
despedida será tan triste como cuando le dije adiós sabiendo que no lo volvería
a ver.
La gente circula y saben que estoy ligada a
un recuerdo que no me permitirá evolucionar, la gente dice y hace un montón de cosas,
me pregunto si sabrá lo que es la desesperación, la angustia real de perder lo
único que vale la pena en tu vida, tus dones y tus gustos siempre irán contigo,
tu familia te pertenece por derecho genético y tus amigos, tus amigos son ciclos. Pero el amor, más que decidir por alguien es morir. Morir al saber que puede
morir y si realmente lo sientes te duele, si es un juego ya aparecerá otro rostro
que reemplace el rostro de otro rostro. Pero
no es mi manera.
Me llamaron en la mañana, me dijeron que
volvió, precisamente con una familia, precisamente al mismo barrio.
Me llamaron en la mañana y es otoño y tengo
treinta años, más de ocho de espera. Tengo
mi moral intacta y mis sentimientos intactos, miles de tazas que fuera de él se
enfriaron y el dolor de la espera.
Pasa un carro, un niño me saluda por el vidrio,
tienes unos ojos preciosos, veo a una mujer que podría ser yo y luego a él,
pero ya no es quién quise, las personas nunca son quiénes quisimos cuando el
tiempo nos mata. No me reconoce y está bien, tampoco soy
quién lo amó. Otoño, yo nací en otoño.
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